Lo que importa en el cine, como en la literatura, no es si tiene o no sentido lo que se está mirando, si el film es largo, corto o mediano, si ganó o ganó premios, sino la propia experiencia. Experiencia que, poco a poco, está siendo deglutida por las inmensas y eficaces fábricas de algoritmos humanos. Ver una película en el cine o leer un libro de papel no solo nos confirma la esencia sensible de nuestra especie, también nos entrega un conjunto de sensaciones que hoy podríamos llamarlo deseo. Esto es si estamos dispuestos a pensar por nosotros mismos en vez de que lo hagan por nosotros. Un ejemplo evidente son las conversaciones similares en las mesas de Buenos Aires, París, Berlín, Madrid, Roma donde los temas de la conversación son los mismos:¿viste la serie del profesor que enseña filosofía?¿salió la precuela de tal y cual?¿viste qué buena que está la serie del tipo que se hace pasar por otro?¿no es esa la mejor serie de todas las épocas?¿Es malo eso? No, no lo es. Lo triste es que, poco a poco, estamos perdiendo la diversidad de ideas.
Estas reflexiones pesimistas acabarían si asumimos al cine como un accesorio más en nuestras vidas; eso sí que cambia la situación colocándola en otro orden de cosas, en el orden de las mercancías. Pero esto es otro tema, aunque pensándolo bien, podría ser una parte importante. Aún así, la pregunta que sigue orbitando en esta madeja de palabras es la siguiente: ¿Qué lugar le queda a la experiencia en un mundo donde todo es efímero?
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