domingo, 11 de octubre de 2020

ALGO EN COMÚN

 


Entre él y el autor hay cosas en común: “Descubre muy temprano que nada le importa más que leer. Lee todo lo que puede, lo que encuentra. Le hasta lo que no entiende. Poco  a poco, sin duda porque dura más que lo razonable, su comportamiento, hasta entonces ensalzado como un ejemplo de juicio, madurez, civilización, cobra una cierta presencia, se vuelve demasiado visible.”

Comparte, además, el drama de “levantar los ojos” en el momento preciso en que “el emblema de la autarquía que es la lectura (mi libro y yo solos contra  el mundo) arremete. El autor dice que esa fatídica frase se pronuncia como tragedia infantil y como farsa adulta; lejos, la segunda es la peor porque evidencia el gesto balbuceante de buscar tanteando los anteojos. Y se da cuenta que aquí no coincide porque él usa los mismos anteojos para leer y ver al mundo; considera eso una ventaja más que una tragedia: cuando el mundo lo asquea (muy frecuentemente) el solo hecho de levantarlos a la frente es suficiente para no ver prácticamente nada.

Se agracia que a casi sus cuarenta años puede considerarse una especie de lector que ha roto el prejuicio de elegir lecturas según las ideologías de los autores: no sabe por qué, pero sí sabe que no sabe qué son las ideologías. Lo toma por sorpresa porque Borges, el Borges de siempre, el que almorzó con el tirano, el que odiaba a los peronistas, el que hablaba bajito, y el que, con falsa modestia, se jactaba de todo lo que había leído más de lo que había escrito (como Cortázar, pero el último, con barba, anteojos y guayabera, encandilaba, ejercicio no muy difícil, los ojos de la izquierda ilustrada.) lo acompaña en el insomnio frecuente: teme conservadurismo.

Coincide con el autor que “El sur contradice el veredicto de que leer no es vivir, tan esgrimido a la hora de desacreditar a Borges y a los devotos de los libros. Leer, aquí, es más bien la causa del vivir, de un vivir intenso, vertiginoso, sin vuelta atrás, al que ninguna acción permitirá acceder jamás.” Piensa en la tristeza que lo abordará al descubrir que nunca llegará a tiempo a Borges, que aunque relea y relea no bastará para abarcar ese artificio mundano.

Mientras escribe levanta los ojos y ve los estantes de su biblioteca, ese fetiche del cual Bolaño se admiraba de ser dueño a pesar de la comprobación de que el tiempo no alcanzaría para tanta lectura pendiente. Esa angustia, permea por los agujeros del alma, pero nada puede hacer, recuerda a Camus, a Sísifo, a la piedra y al mito. Por un momento deja suspendidos los dedos antes de seguir tecleando, levanta los ojos trágicamente y comprueba, como el autor, que “con los libros pasa como con el amor: nada atrae tanto a los rivales como la intención de consagrarse a un único objeto. Pero el lector que es, está hecho para la privación; conoce bien el placer de agregar un nuevo trofeo al botín de los días castos.” Y a pesar de no haber leído todo Proust, lo transfiere a otros autores y  comprende que tiene también esa “suerte de emanación ubicua, de atmosfera o de música, que envuelve y se posa sobre todas las cosas y les deja una especie de polvillo leve, incluso banal, que quizá no diga mucho, pero no se puede quitar.” Baja los ojos y sigue viendo libros, se desnuda y se busca entre los pliegues ese polvillo, pero se da cuenta, luego de un minucioso análisis, de que lo ha penetrado y ya no hay vuelta atrás, que no se puede limpiar porque, como dice el autor, “la lectura es una transfusión de sangre, shock eléctrico, posesión.” A pesar de ello, a pesar de haber enamorado a una mujer leyéndole durante varias noches seguidas, no puede aun ganarle al cuerpo la contienda vital de las necesidades. Cree que para triunfar, necesita dosis más intensas de lectura para provocar un verdadero trance. Lo hará.

lunes, 5 de octubre de 2020

¿QUÉ PRETENDEN?

 



Comprueba que la situación de su país es catastrófica. Mientras tanto, todo se dirime entre abogados y economistas, entre periodistas y periodistas. Se interroga acerca del traspaso de  hombres y mujeres del pensamiento a la mera defensa de decisiones que perjudican a la mayoría de la población. Estxs, toman partido por quienes propagan el hambre y la miseria y pretenden, sentados en sus sillones de asesores, convencer de que la senda tomada por el sojuzgador es la correcta. ¿Es que no les da vergüenza asentir decisiones que van a terminar en el mismo lugar de partida? ¿Acaso nos le da pudor defender a diputados y senadores enriquecidos? Entiende que la última pregunta podría sonar un tanto moralista, pero no le importa porque en este orden de cosas prefiere correr el riesgo a quedarse contemplando el desastre. Hasta se arriesga a que le vuelvan a decir que se aproxima a la línea editorial de La Nación; abusos de hombres y mujeres de letras: híbridxs culposxs.

Casi todos los aspectos de la actualidad están organizados alrededor de la mentira, se dice. Sabe que todo lo que se constituye a través de la mentira acaba, más tarde o más temprano, en el crimen. Y se apena porque los responsables no son los que predican las ideas criminales porque aun no ve encarcelados infames periodistas, ingratxs políticxs, traidorxs escritorxs. Lo que ve es cárceles atiborradas de desesperación, de condenados antes de nacer. Advierte- lo tiene que hacer porque en Paris se han creado tribunales inquisidores modernos y no tardaran en armarse aquí- que no es lo mismo libertad de opinión que delito común cometido por la prensa.

Se pregunta cómo deben sentirse los hombres y las mujeres que ponen su cuerpo y su pensamiento en el espacio público para defender efusivamente a dirigentes que declaran millones de pesos en sus declaraciones juradas mientras millones de compatriotas no saben si comerán hoy. Cómo es que- se sigue indagando- se llenan horas de radio y de televisión, se derraman litros de tinta (cae en la nostalgia del papel) para justificar la tenencia de bienes inmobiliarios (propiedades) en pocos legisladores. Se toma la cabeza y grita silenciosamente: ¡Qué sarcasmo! ¡Qué ironía! Se sonroja.

Y parece una pavada, pero lo tiene que decir, lo tiene que preguntar: ¿Cuál es la función social de los hombres y mujeres de pensamiento? ¿Acaso son la nueva intelligentsia?

Su opinión coincide con la de muchxs: mientras más elevados estén del suelo, mucho menos van a acercarse a lxs que sufren. Porque el sufrimiento no es una elección cuando son otrxs lxs que no lo generan. No quiere abusar de lo que no conoce bien, pero recuerda que cuando leyó un poco a Freud le quedó marcada la distinción entre dolor inevitable y evitable; ríe porque se acuerda de la tesis 11 y de “No puedo callarme” de Zola. Anota el nombre y apellido de muertxs incómodxs para la intelligentsia que lxs evoca cada tanto.

Se dice que todo comienza cuando no se siente vergüenza al comprobar que vive en un país que vende y produce alimentos y, sin embargo, la mayoría de la población come una vez al día y otros tantos se la pasan sin bocado por semanas. Entonces: ¿Qué pretenden después de esto?-se pregunta.

Más o menos piensa que quien escribe debe hacerlo en contra de alguna cosa porque a favor es muy fácil y la cola es larga. Le apetece leer a aquellxs que se resisten a aprobar. Asume que al cerrar el libro, al terminar la nota, la semilla seca de la insubordinación reverdece y allí se queda: shockeado. En cambio, aborrece del santo oficio laico de la prudencia, de la empatía, de la corrección política, de la comunión de los santos, aborrece de la santa inquisición.

Pues entonces, escribe: ¿Qué pretenden?