ALGO EN COMÚN

 


Entre él y el autor hay cosas en común: “Descubre muy temprano que nada le importa más que leer. Lee todo lo que puede, lo que encuentra. Le hasta lo que no entiende. Poco  a poco, sin duda porque dura más que lo razonable, su comportamiento, hasta entonces ensalzado como un ejemplo de juicio, madurez, civilización, cobra una cierta presencia, se vuelve demasiado visible.”

Comparte, además, el drama de “levantar los ojos” en el momento preciso en que “el emblema de la autarquía que es la lectura (mi libro y yo solos contra  el mundo) arremete. El autor dice que esa fatídica frase se pronuncia como tragedia infantil y como farsa adulta; lejos, la segunda es la peor porque evidencia el gesto balbuceante de buscar tanteando los anteojos. Y se da cuenta que aquí no coincide porque él usa los mismos anteojos para leer y ver al mundo; considera eso una ventaja más que una tragedia: cuando el mundo lo asquea (muy frecuentemente) el solo hecho de levantarlos a la frente es suficiente para no ver prácticamente nada.

Se agracia que a casi sus cuarenta años puede considerarse una especie de lector que ha roto el prejuicio de elegir lecturas según las ideologías de los autores: no sabe por qué, pero sí sabe que no sabe qué son las ideologías. Lo toma por sorpresa porque Borges, el Borges de siempre, el que almorzó con el tirano, el que odiaba a los peronistas, el que hablaba bajito, y el que, con falsa modestia, se jactaba de todo lo que había leído más de lo que había escrito (como Cortázar, pero el último, con barba, anteojos y guayabera, encandilaba, ejercicio no muy difícil, los ojos de la izquierda ilustrada.) lo acompaña en el insomnio frecuente: teme conservadurismo.

Coincide con el autor que “El sur contradice el veredicto de que leer no es vivir, tan esgrimido a la hora de desacreditar a Borges y a los devotos de los libros. Leer, aquí, es más bien la causa del vivir, de un vivir intenso, vertiginoso, sin vuelta atrás, al que ninguna acción permitirá acceder jamás.” Piensa en la tristeza que lo abordará al descubrir que nunca llegará a tiempo a Borges, que aunque relea y relea no bastará para abarcar ese artificio mundano.

Mientras escribe levanta los ojos y ve los estantes de su biblioteca, ese fetiche del cual Bolaño se admiraba de ser dueño a pesar de la comprobación de que el tiempo no alcanzaría para tanta lectura pendiente. Esa angustia, permea por los agujeros del alma, pero nada puede hacer, recuerda a Camus, a Sísifo, a la piedra y al mito. Por un momento deja suspendidos los dedos antes de seguir tecleando, levanta los ojos trágicamente y comprueba, como el autor, que “con los libros pasa como con el amor: nada atrae tanto a los rivales como la intención de consagrarse a un único objeto. Pero el lector que es, está hecho para la privación; conoce bien el placer de agregar un nuevo trofeo al botín de los días castos.” Y a pesar de no haber leído todo Proust, lo transfiere a otros autores y  comprende que tiene también esa “suerte de emanación ubicua, de atmosfera o de música, que envuelve y se posa sobre todas las cosas y les deja una especie de polvillo leve, incluso banal, que quizá no diga mucho, pero no se puede quitar.” Baja los ojos y sigue viendo libros, se desnuda y se busca entre los pliegues ese polvillo, pero se da cuenta, luego de un minucioso análisis, de que lo ha penetrado y ya no hay vuelta atrás, que no se puede limpiar porque, como dice el autor, “la lectura es una transfusión de sangre, shock eléctrico, posesión.” A pesar de ello, a pesar de haber enamorado a una mujer leyéndole durante varias noches seguidas, no puede aun ganarle al cuerpo la contienda vital de las necesidades. Cree que para triunfar, necesita dosis más intensas de lectura para provocar un verdadero trance. Lo hará.

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