EL RIESGO DE PERDERSE

 


 “La infancia es un teatro a oscuras y lleno de fantasía en el que, al cabo de un rato, se encienden las luces de la casa y el brillo te hace parpadear, y luego ves los envoltorios de caramelos debajo de los asientos y las filas para los baños. Ese momento puede suceder en cualquier momento.” Ian Frazier, columnista de New Yorker, escribe un bello texto sobre una de las novelas más interesantes del siglo pasado: “Lolita”. El libro de Nabokov, fue para Frazier el interruptor que encendió las luces del teatro infantil. Suele suceder esto a medida que el tiempo pasa y la mirada comienza a echar un vistazo al pasado para explicar el aquí y ahora.

Hay en el arte una capacidad para encandilar algunos aspectos oscuros de la vida, se supone que lo fugazmente iluminado revelará acontecimientos que pueden ser útiles para minimizar el padecimiento. Pero no es tan fácil, a pesar de que el prospecto de la vida moderna suponga que “vivir feliz” sea una cuestión voluntaria. Sin embargo, en el reverso de ese prospecto se escribe la letra chica cuya lectura no dependerá únicamente de unos buenos lentes. Nuestros ojos no están entrenados para leer el reverso del prospecto porque implica, entre otras cosas, asumir riesgos y no hemos aprendido a tomarlos, a pesar de que sabemos que es un camino peligroso, por lo menos eso nos han dicho.

El teatro oscuro del que nos habla Frazier se sostiene en un escenario de solidas premisas, casi totémicas, halladas en nuestro cuerpo, en nuestra propia voz y que dan cuenta de terribles accidentes del alma; entre los más aterradores que recuerdo es el miedo a perderse. Encontrarse en esa situación, perdido entre desconocidos remite a un terror que hunde el pecho, asfixia, pero asegura que ese miedo lo mantendrá a uno quieto, extremadamente quieto. Hay seguridad con esta huella de que los próximos por venir también serán portadores de ese atributo moderno. Perderse es una mala experiencia, tanto como transitar la pasión. Anne Dufourmantelle insiste en que la pasión es la sustancia misma del riesgo y que esto contiene la capacidad de transformar el silencio en grito. Por eso pienso: ¿Quién de nosotros es capaz de perderse en el terreno de lo incierto? Por ahora pocos, porque la incertidumbre, es un mal augurio para la buena productividad. No tendría que hacer mucho esfuerzo para enumerar la infinita cantidad de veces que me dijeron: “no te muevas de al lado mío porque hay mucha gente y podes perderte; no te vamos a encontrar.” Qué infante aguanta semejante sentencia y qué adulto se animaría a perderse, a dejar la vida tranquila que supone un buen trabajo, una casa grande, un cambio de auto cada 5 años y unas reconfortables vacaciones cada verano; todo circula dentro de lo seguro, pero qué hay del otro lado de la moneda. Lo único cierto es que no hay nada seguro y pensarlo de ese modo revela la fragilidad que nos constituye, nos deja a la vista los agujeros que pensábamos tener bien tapados.

Llega a mi memoria la película ya clásica de Sofía Coppolla en donde la pareja protagonista evoca la incapacidad que nos envuelve para perdernos en los intersticios que la vida nos presenta. Asumirse seguros es la inviabilidad del abandono a uno mismo, a lo que se supone que es uno, dejar tranquilo a ese terror que duerme anestesiado muy adentro de nosotros. Nos protegemos como lo hicieron nuestros padres y madres durante la infancia, el terreno virgen de nuestra existencia, inauguradora de todo lo que podemos ser hoy. El dolor nos habita inevitablemente porque es parte del juego aunque la farmacología se ha encargado de adormecerlo junto con infinidad de presupuestos orientalistas que garantizan una vida sin riesgos ni dolor. Parece una mentira que Alex De Large, personaje fascinante de La naranja mecánica, aparezca en este tiempo con tanta vigencia.

Se cotizan alto la esperanza, la certidumbre, y la seguridad; mientras que la devaluación va por el lado del deseo, de la perdida, de la pasión, de la incertidumbre y de la vida indolora. Hay algo en el teatro de la infancia que no sabemos que existe, sin embargo nos ahoga porque a lo largo de la vida ese run run nos advierte que no hay garantías en el terreno de lo desconocido. Diego de Zama, en la novela de Antonio Di Benedetto, luego de la fatiga que causa la espera, pensó: “Pero hice por ellos lo que nadie hizo por mí: decir, a sus esperanzas, no.”

Prefiero perderme, prefiero no encasillarme ni clasificarme, prefiero no saber qué vendrá, prefiero el verbo antes que el sustantivo, prefiero buscar debajo de las butacas los papelitos que escribía para no sé quién. Extrañarme de mi mismo intentando, como sugiere Alexandra Kohan, “emprender un viaje en el que se intenta escribir lo indecible del deseo y el silencio estridente del amor.”  

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