Recuerda
que su primer libro fue una biografía bilingüe de Che. Que viajando desde el
colegio secundario hasta su casa en el sur de la ciudad, vio que otro
estudiante llevaba en sus manos una carpeta número tres negra. En su tapa lucia
una calcomanía blanca muy atractiva para sus ojos. Nunca creyó en las señales,
pero ese día se dejó llevar por algunas. La famosa foto que Alberto Korda, sin
saber que poco tiempo después recorrería el mundo entero, le había sacado al
Che contorneaba la carpeta del joven estudiante. Quizás la contemporaneidad de
ambos fue la señal más fuerte aunque pensándolo bien, la ligazón más contemporánea
era el poco horizonte visualizado. Caminó
las cuadras que lo separaban de la parada de colectivo hasta la puerta de su
casa pensando cómo se las arreglaría para reconocer ese rostro. Luego de
almorzar y con algo de plata en el bolsillo salió en busca de
algo; aun hoy no se responde para qué llevó plata, pero su idea era conseguir
algo parecido o por lo menos algo que se acercara a esa rostro. Cuando llegó a
una de las galerías más famosas de su barrio se metió derecho en la librería de
usados que compartía medianera con un local de ropa juvenil. Nunca imaginó que
ese día iba a ser el principio de un viaje sin final. Ni se le había pasado por
su cabeza que esa tarde, ese rostro, esa cosmovisión, orientarían el armado de
su mapa subjetivo.
La
librería era tan parecida a las otras que conocería que, esa arquitectura quedó
grabada en su cabeza. Anotó en su diario años después que en esos lugares se
huele a hojas viejas que no solo conservan el paso inminente del tiempo,
también alojan huellas imperceptibles a los ojos, sudores y lagrimas secas.
Cada libro, escribió, tiene cientos de relecturas, marcas, teléfonos, nombres;
cada lector inventa una nueva, incluso, aparecen interpretaciones que ni los
propios autores habían pensado. Quizás ahí se esconda el secreto tan presente
la vista pero tan oculto por la mirada.
Rojas
paredes sostenían estantes blancos bien identificados. En el medio, como casi
siempre, las mesas de saldo y novedades colmaban los ojos de los clientes.
Detrás de todo eso, un hombre muy parecido a Antonio Di Benedetto sostenía con
su mano el borde de una pipa casi apagada. Miró como si supiera adónde estaba y
qué se llevaría. Recorrió cada estante
hasta que se colmó de valor para preguntar. Al parecer, el librero sabía bien
de quien hablaba así que, tomado del hombro, lo acercó al lugar indicado. Era
la primera vez que se enfrentó a un estante de libros, fue la primera vez que
pensó en decir: “me llevo todos”. Revisó pero concluyó que cada uno tenía algo
que justificaba su compra, además, recuerdan su diario que con la poca plata
que tenía en ese momento podía irse con al menos tres libros. Eligió dos,
previa recomendación del librero. Uno de ellos era la biografía bilingüe, que
hoy día no la aceptaría ni regalada; el otro, algo parecido a un ensayo,
polémico, pero, a pesar de eso, extrajo algunos datos bibliográficos para
seguir indagando. El libro de Hugo Gambini comenzaba por el final, es decir,
por el fusilamiento. Aun lo conserva en su biblioteca, nunca lo recomendaría.
El problema surgió cuando el librero le acercó un hermoso álbum de fotos que,
lamentablemente quedó en manos inmerecidas. La plata que tenía solo cubría el gasto
de dos. Si queres llevártelos, lo desafió el librero, uno no te lo cobro, pero
vení a contarme qué te parecieron. Ese fue el trato, creo que fue el primero en
su vida.
Ese
día inauguró las largas caminatas con libros a cuestas, siempre dos o tres,
siempre. También encontró que para esa actividad no necesitaba compañía, al
menos para esos ratos; era casi una obligación encontrarse solo para leer.
Barthes escribió que uno se da cuenta que está enamorado cuando, estando en compañía,
piensa en otra cosa. Le pasó muy pocas veces, incluso no podría enumerar más
que dos. Mientras caminaba esa tarde se descubrió leyendo sentado, acostado,
semi dormido, viajando, en un velorio, en medio de un llanto hambriento, en los
cordones, a la madrugada, al mediodía, a la tarde, a la noche. Una tarde bastó
para leerlos. Solo unas horas bastaron para poner en duda todo aquello que sus
ojos y oídos habían visto y oído. Aun con todo eso, en las últimas paginas de
su diario, se preguntaba qué es un lector.
No sé que es un lector. Mí primera aproximación sería: alguien que que percibe al mundo y lo contempla, sin la necesidad de sacar conclusiones (aunque terminen apareciendo)
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