"Si algún sentido tiene este libro, es el de afirmar la necesidad de la paradoja. No estoy siendo nada original, la paradoja es ir contra la opinión general, contra la lógica, es celebrar la contradicción. Cualquier pensador, cualquier crítico, cualquier artista afirmaba (antes) su retórica y su poética, en la desobediencia."                                                                                                                    

                                                                                                                                             Ariana Harwicz
 

Escribir en un blog le da cierto grado de desfachatez a quien lo hace. En primer lugar porque el sitio elegido es anticuado y ya casi nadie lo utiliza como antes. Sin embargo, el anacronismo es un recurso que facilita analizar el presente porque se puede pensar qué esperaban sus creadores en el momento del furor. Mientras una pila de pendientes esperan sobre el escritorio, es tentador preguntarse qué sucedería si lo que aparenta urgente se transformara en algo meramente postergable. Sin duda que muchas de las tareas que se hacen a diario comenzarían a acumularse desmedidamente, sin embargo, una pregunta insiste: ¿Qué ocurriría? Seguramente, agrietaría parcelas de nuestra tan buscada e inexistente paz mental lo que provocaría un gran caos. Esto da pie para rondar por una palabra que se pronuncia con frecuencia para nominar a lo que se halla por fuera de la razón. No me refiero a otra más que a la locura. Como se aprecia en las líneas anteriores, la utilización de verbos transitivos no es solamente una provocación al sistema de corrección que comanda el software que utilizo para escribir estas reflexiones, sino también, para imaginar futuros posibles. Condición que en la actualidad está llamada a ser una herejía al sistema de morales imperante dado que el aquí y ahora moderno ha devastado la noción de pasado, léase de interpretación, tanto o igual que la del porvenir. La noción de locura ha sido profundamente estudiada por eruditos y, es como el amor, una de las categorías más difíciles de analizar puesto que ya se ha dicho casi todo desde los griegos hasta acá aunque sobran productos, incluidos libros y film, que siguen sin decir nada, sin embargo, son atractivas mercancías.

Un maestro es desde el punto de vista de estas líneas alguien que sin ningún superpoder se acerca a lo oscuro para iluminarlo. Gracias a esa virtud poco rentable, llegué al film Fitzcarraldo del director alemán Werner Herzog y aún, mientras tecleo y me río pensando en el remate, sigo con la boca abierta. La desmesura de esa idea es descomunal porque había perdido de vista las instrucciones, transitorias al fin, de cómo se hace cine y, si me aventuro, qué es el cine. Demencialmente, Herzog no solo pone en escena situaciones extraordinarias sin recurrir a efectos multidimensionales, también accede a lo fantástico del lugar donde decide rodar su film. Risueñamente podría decirse que, retrospectivamente hablando, Herzog pensó en el porvenir de la humanidad y en el lugar que habita. La desmesura, el derroche, la locura son algunos de los recursos de los que el arte se alimenta, nutriendo sus mentes más importantes. Un film, una obra de arte, no solamente puede entretener, que no está nada mal, pero, además, puede hacer pensar, otro recurso netamente gratuito, altamente denostado por el consumo de un capitalismo que, sonriente, sigue emitiendo sus mejores señales desde plataformas llamativas. Herzog (la insistencia con el apellido es un recurso arbitrario porque de otra manera no se puede hacer nada) comprueba que, en dos horas y media, un artista puede quejarse de su época sin exhibir ni un gramo de sus miserias, sin elucubrar ideas donde la aniquilación del otro (eso tiene un solo nombre: fascismo) signifique mayor libertad. Herzog se anima a todo porque de eso se trata la vida del artista, aunque el clima de época, tan moderno estéticamente, tan inteligentemente artificial, cancele la desmesura e intente aplacar la idea loca de que no todo el tiempo merece ser convertido en mercancía. 

Matias Casoy, CEO de Rappi, dice orgullosamente que las personas que su empresa explota no son trabajadores formales sino “microempresarios” porque, graciosamente es cierto, disponen de su tiempo. Dada la extensión de las reflexiones, recurso hereje si los hay, se clausuran prometiendo más, mucho más, en exceso, en demasía, a granel hasta que comprendamos cómo Borges escribió Nueva refutación del tiempo considerando que aquí las keywords fueron: fallar, otra, vez.



Continuarán las suturas….bir en un blog le da cierto grado de desfachatez a quien lo hace. En primer lugar porque el sitio elegido es anticuado y ya casi nadie lo utiliza como antes. Sin embargo, el anacronismo es un recurso que facilita analizar el presente porque se puede pensar qué esperaban sus creadores en el momento del furor. Mientras una pila de pendientes esperan sobre el escritorio, es tentador preguntarse qué sucedería si lo que aparenta urgente se transformara en algo meramente postergable. Sin duda que muchas de las tareas que se hacen a diario comenzarían a acumularse desmedidamente, sin embargo, una pregunta insiste: ¿Qué ocurriría? Seguramente, agrietaría parcelas de nuestra tan buscada e inexistente paz mental lo que provocaría un gran caos. Esto da pie para rondar por una palabra que se pronuncia con frecuencia para nominar a lo que se halla por fuera de la razón. No me refiero a otra más que a la locura. Como se aprecia en las líneas anteriores, la utilización de verbos transitivos no es solamente una provocación al sistema de corrección que comanda el software que utilizo para escribir estas reflexiones, sino también, para imaginar futuros posibles. Condición que en la actualidad está llamada a ser una herejía al sistema de morales imperante dado que el aquí y ahora moderno ha devastado la noción de pasado, léase de interpretación, tanto o igual que la del porvenir. La noción de locura ha sido profundamente estudiada por eruditos y, es como el amor, una de las categorías más difíciles de analizar puesto que ya se ha dicho casi todo desde los griegos hasta acá aunque sobran productos, incluidos libros y film, que siguen sin decir nada, sin embargo, son atractivas mercancías.

Un maestro es desde el punto de vista de estas líneas alguien que sin ningún superpoder se acerca a lo oscuro para iluminarlo. Gracias a esa virtud poco rentable, llegué al film Fitzcarraldo del director alemán Werner Herzog y aún, mientras tecleo y me río pensando en el remate, sigo con la boca abierta. La desmesura de esa idea es descomunal porque había perdido de vista las instrucciones, transitorias al fin, de cómo se hace cine y, si me aventuro, qué es el cine. Demencialmente, Herzog no solo pone en escena situaciones extraordinarias sin recurrir a efectos multidimensionales, también accede a lo fantástico del lugar donde decide rodar su film. Risueñamente podría decirse que, retrospectivamente hablando, Herzog pensó en el porvenir de la humanidad y en el lugar que habita. La desmesura, el derroche, la locura son algunos de los recursos de los que el arte se alimenta, nutriendo sus mentes más importantes. Un film, una obra de arte, no solamente puede entretener, que no está nada mal, pero, además, puede hacer pensar, otro recurso netamente gratuito, altamente denostado por el consumo de un capitalismo que, sonriente, sigue emitiendo sus mejores señales desde plataformas llamativas. Herzog (la insistencia con el apellido es un recurso arbitrario porque de otra manera no se puede hacer nada) comprueba que, en dos horas y media, un artista puede quejarse de su época sin exhibir ni un gramo de sus miserias, sin elucubrar ideas donde la aniquilación del otro (eso tiene un solo nombre: fascismo) signifique mayor libertad. Herzog se anima a todo porque de eso se trata la vida del artista, aunque el clima de época, tan moderno estéticamente, tan inteligentemente artificial, cancele la desmesura e intente aplacar la idea loca de que no todo el tiempo merece ser convertido en mercancía. 

Matias Casoy, CEO de Rappi, dice orgullosamente que las personas que su empresa explota no son trabajadores formales sino “microempresarios” porque, graciosamente es cierto, disponen de su tiempo. Dada la extensión de las reflexiones, recurso hereje si los hay, se clausuran prometiendo más, mucho más, en exceso, en demasía, a granel hasta que comprendamos cómo Borges escribió Nueva refutación del tiempo considerando que aquí las keywords fueron: fallar, otra, vez.



Continuarán las suturas….


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